viernes, 28 de noviembre de 2008

EL COBARDE


No era un cobarde. Eso pensaba mientras el oficial avanzaba sombrío y ceremonioso. Él le esperaba firme impecablemente vestido y con toda la angustia invadiéndole la garganta.
No era un cobarde; no le gustaban las armas, eso es todo, intentaba explicarles a los guardias civiles que le fueron a buscar a su casa, mientras su madre lloraba y preguntaba retóricamente qué iba a ser de ella si se llevaban a su hijo. A los guardias les importaba un bledo.

-¿Es usted Abelardo Sarmiento González, si o no?

-Si. Pero no ven a mi madre. Esto la va a matar. ¿No podrían decir que no estaba en casa o algo así?.

-Nosotros cumplimos órdenes Usted no se presento en el cuartel para su alistamiento y tiene que acompañarnos. ¿No será Usted un cobarde?

-Pepe, ¡qué coño tienes que explicarle al lelo este! O se viene por las buenas o lo hostio...

-Vale, les acompaño. Madre no llore que esta guerra se va a acabar pronto y ya verá que enseguida estoy de vuelta.

Lo mandaron al frente. Al peor.
No era un cobarde pero allí la vida no valía nada y él no estaba hecho para dispararle a nadie y menos a alguien que hablaba su mismo idioma, así que con el paso del tiempo se las ingenió para que la guerra no fuera con él. Le ayudaba que el largo asedio había hecho que se relajara la disciplina y así podía pasar desapercibido cuando remoloneaba en las trincheras, o se escondía aprovechando el tumulto en los ataques y esperaba el regreso de sus compañeros para mezclarse y aparecer sudoroso y tiznado como si hubiera pasado una experiencia horrible. Otras veces cuando corría la voz de que iba a haber alguna escaramuza se frotaba muy fuerte los ojos abiertos con cebolla y así se ganaba una temporadita en la enfermería; estas y otras muchas artimañas lo fueron librando de tener que disparar un solo tiro. No lo hacía porque fuera un cobarde si no porque pensaba que qué sería de su madre si le llegaba metido en un ataúd.
Ese día se sospechaba que se daría la orden de atacar y ganar posiciones costara lo que costara ya que el enemigo avanzaba tanto que ya era cuestión de días que cayera la plaza que ellos defendían. Así que iban a echar mano de todo aquel que se pudiera tenerse en pie para el ataque final.

-Abelardo, tienes que pensar algo, ¡Carallo que no sales vivo de aquí.!

Tenía los pies planos; eso no le sirvió para librarse del ejército pero le iba a ayudar ahora. La noche anterior ya les habían dado instrucciones de cómo iba a ser el ataque así que se presentó voluntario para la guardia y se llevó un poco de cal y algunos guijarros. Se comió la cal, introdujo las piedrillas en las botas, se las calzó y se puso a hacer la ronda a paso muy vivo de un lado a otro. Después de tres horas estaba ardiendo de fiebre y con los pies en carne viva y sanguinolentos. En ese momento salieron los oficiales dieron las últimas instrucciones, arengaron a la tropa y dieron la orden de atacar. Él esperó al final y salió del parapeto renqueando y gritando como si se fuera a comer a alguien y de pronto se dejó caer como un fardo y de tal forma que nadie viera que se quitaba las botas; así tumbado empezó a bracear y a pedir socorro. En el puesto de mando sólo se habían quedado los que casi no se podían mover porque estaban heridos o enfermos y estos eran los camilleros que fueron a buscarle al descampado. Tardaron bastante pues casi no podían con la camilla. Cuando los vio llegar a su altura empezó a gemir y a encomendarse a vírgenes y santos, llamaba a su madre como si se fuera a morir. Uno de los camilleros toco su frente y su rostro y comprobó que estaba ardiendo y al echar un vistazo a sus pies ensangrentados le dijo al otro:

-Este hombre esta muy mal hay que llevarlo a la enfermería de inmediato.

Abelardo suspiró aliviado. Solo ciento cincuenta pasos mal contados y a salvo.
A duras penas consiguieron subirlo a la camilla y aun más penoso era avanzar. De pronto se escucharon ráfagas de metralleta y las balas empezaron a zumbar a su alrededor, el enemigo había roto el frente y avanzaba disparando, tan cerca que se podían oír sus gritos de rabia.

-Corred carallo que nos fríen vivos.

Pero aquellos pobres hombres no podían más. Él no estaba dispuesto a morir allí así que se levantó de la camilla y echo a correr descalzo y ensangrentado como alma que lleva el diablo. Los camilleros quedaron paralizados preguntándose cómo un hombre con aquellas heridas podía correr de esa manera. Fue lo último que pensaron.
Él los vio caer por el rabillo del ojo, siguió corriendo y su ansiedad por llegar al puesto de mando crecía hasta cortarle la respiración.

-¡Corre Abelardo, corre!

En ese momento sintió como le quemaba la pierna y un dolor agudo le paralizó.
Todo se apago entonces.
Tenía a aquel oficial enfrente, sombrío y ceremonioso, quería decirle que no era un cobarde, que la guerra no era para él ni para nadie pero sabía que no le dejaría. Esta vez no iba a poder librarse. Todo estaba dispuesto ya. Cerró los ojos justo cuando el oficial le gritaba tan cerca de su cara:

-Abelardo Sarmiento González, por el valor demostrado en el campo de batalla le impongo la medalla al valor con distintivo naranja. ¡Enhorabuena soldado!

No era un cobarde pero qué culpa tenía él de que necesitaran un héroe para tapar aquella carnicería. Además esa medalla lo llevaba en volandas a su pueblo y ya veía a su madre sonriente comiéndolo a besos. Hubiera llorado pero no estaría bien. Al fin y al cabo era un soldado.

P.S.: En la guerra se pierde todo y frecuentemente la vida.

No hay comentarios: