jueves, 20 de noviembre de 2008

Tenía las manos blancas.


Se sentó en el banco del parque. En el mismo banco en el que se sentaba después de cada tumulto anual. Con una mano sostenía con desgana una bandera descuidadamente apoyada en el suelo; el águila imperial se retorcía en las dobleces. En la otra mano una carta cerrada que él observaba con la extrañeza del que ve su nombre en algo que no le pertenece. Cerró los ojos como repasando un pasado intangible. Apoyó los objetos en el banco y se miró las manos, ¡tan blancas! Siempre tuvo obsesión por la limpieza especialmente la de las manos. De pronto se las llevó a la cara y empezó a sollozar convulsamente ¡Aquellos ojos!

Aquellos ojos volvieron como cada año, azules, profundos, inocentes. Él los veía desde los suyos y ya daba igual si los cerraba o no, aquellos ojos estaban presentes. Aquellos ojos venían del pasado.

Él nunca le dio importancia a su trabajo, era su trabajo y lo hacía sin más. Aprendió a ser eficiente y a no distraerse de su cometido. Aprendió a utilizar las herramientas de manera precisa para conseguir las palabras que buscaba claramente escindidas de los sollozos, o entre estos y los gritos. Luego lavaba las manos porque la sangre inocente no quita las manchas.

Pero aquel día nada fue como tenía que ser. ¡Aquella mujer! Su serenidad le desconcertaba, no había gritos, las lágrimas sólo corrían hacia dentro y las palabras morían antes de llegar a la boca.

Él siempre había obtenido resultados, nunca hizo falta llegar a aquello.

Trajeron a la niña.

La mujer torció la cara hacia él desafiante y ahora las lagrimas buscaron la rabia para salir, su gesto se crispó y las palabras encontraron la redención del insulto. Él se volvió a la niña y la sonrisa se le heló justo cuando le apuntaba con el arma. La niña miró a su madre con la ternura de siglos de amor y le miró a él con la profunda dureza de segundos de certeza; se acercó a él y, de pronto, el arma le pesaba como si estuviera cargada con todos aquellos gritos de décadas. El disparo sonó como un consuelo y aquellos ojos azules, profundos, inocentes le miraban fijamente por encima de la sangre. La mujer enmudeció unos segundos y al momento surgieron atropelladas las carcajadas como un geiser enloquecido y brutal que le sacó de la parálisis babeante en la que se encontraba; se giró y el segundo disparo sonó en su mente como el eco infinito de la última carcajada.

Se lavó las manos.

Después ya no volvió a ser eficiente.

Lo jubilaron y lo condenaron a la conserjería de un Instituto Público. Incluso tenía un mote que le habían puesto ya el primer año. ¡Con lo que él había sido!

Se quitó las manos de la cara y miró la carta que estaba sobre el banco. Aquel sobre contenía la certeza de que pronto se iba a encontrar con los dueños de todos aquellos gritos y con aquellos ojos azules que le esperaban para perseguirle ahora por la eternidad.

P.S. Para que todos aquellos que nos han robado los sueños quebrando nuestros cuerpos y que morirán en la cama sepan que nuestra memoria les perseguirá siempre.

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