jueves, 4 de junio de 2009

UNA CARTA (Que tardó una vida)






Aquella era una perfecta carta de amor.

A pesar de esa absurda gota de sangre tercamente adherida al papel como un signo de puntuación fuera de lugar o el obsceno rastro de algún insecto de aquel lejano desierto. En esa carta que ahora ocupaba un tembloroso lugar entre sus manos habitaba el sí que él había estado esperando tanto tiempo. Hablaba de los días de playa y cuerpos desnudos, de manos entrelazadas, de promesas de carne y futuro y de compromisos incomprensibles. También decía otras cosas, decía lo que él prefería ignorar, esa afirmación de sí misma, de por qué estaba allí, en lo absurdo, y hacía lo que hacía. Para él era una negación que aceptaba porque el amor nunca se para a pensar lo conveniente.

Bajó la mirada.

Así ausentó su presencia de todo lo que allí sucedía. Quería que aquella carta fuese la última narración que fijase su recuerdo imaginando su sonrisa, jadeante aún, emergiendo de las olas, sus manos en su pelo y sus ojos atravesados por la luz del deseo. Un limo de humedad y sal cubrió su semblante y sólo entonces, sólo en ese instante, su rostro quedó tatuado en su mente para siempre.

Las medallas y las banderas no eran ella.

Ella ya no estaba en aquel funeral.