Esa soledad de abisal cubículo losa de presagios cuando el ocaso apaga el horizonte
Te transportas al averno cada día sin saber si la paga de Judas será suficiente para las Parcas.
Pero queda la vida que construye hogueras cada vez que nacen flores de los rescoldos de pretéritos magmas, cada vez que nuestros pies recorren calles sin que nuestros ojos se cierren distraídos en nómadas carnales
que luego habitarán los lechos y las resacas que luego se convertirán en palabras que luego edificarán versos, que luego serán el germen de nuevas tormentas, que luego dejarán papeles inmaculados
Impotente y con todo el desprecio que podía caber en aquella mirada, era testigo de ese final que tanto odiaba, final sórdido e impropio de una existencia dedicada por entero al hedonismo y a la satisfacción de la carne, esa era su necesaria y buscada tarea y a ella dedicaba ese ser cada uno de los días de su vida de forma disciplinada y rutinaria hasta este sublime y ansiado momento. Pero ya nada es lo que era. Ellos estaban allí riendo distraídos, trivializando este atávico instante ¿por qué hacían esto? ¿cómo podían haber olvidado los rituales? La sangre derramada inútilmente y la carne convertida en impuro e indigno despojo. No, nada es como debe ser.
- ¡Ya empezamos! Siempre que entran los cerdos la misma mierda ¡puto filósofo de los cojones! ¡joder Pepe!, vale que con los electrodos la matanza ya no es lo mismo pero llorar, hombre, llorar no. Y ponte las pilas que hoy hay faena, no me jodas…
Una lágrima asomó a sus ojos crispados y resbaló hasta la hoja del cuchillo que terca y sistemáticamente, como queriendo borrar de su memoria la sangre y los gritos, se afanaba en afilar.
Una perenne sonrisa habitaba en su rostro antes de que el plomo de los días se instalase en él como un incomodo inquilino. Hubo una primavera antes de las llamadas imperativas y de todo el papel amenazante que ahora era una montaña a sus pies. Esa sonrisa como luz del ocaso se pegaba a sus ojos cuando abría la puerta para entrar en lo que ya dejó de ser suyo. Todo desapareció en aquel coche que en un segundo se llenó de sangre y ausencias. Cada paso suyo fabricaba una demencia de árboles y maldiciones que iba construyendo el absurdo bosque desde donde empezó a formarse la nube negra que como un macabro B52 no cesaba de vomitar deudas y deudos como inexorables bombas de precisión en su cabeza que poco a poco fueron llenando de alcohol y escombros su naufragio. Sí, esa sonrisa volvió para iluminar el camino de la pistola que firmemente sujetaba su mano.
Luz de ocaso entra por la ventana para incinerar con un escalofrío cuerpos por el deseo enfrentados, ojos que devoran y manos que sólo se atreven al roce preámbulo de consolidados anhelos ya las bocas arden en el empeño de recorrer caminos de vaho y humedad palpitante vidente piel que inquieta espera malabarismos de dedos que se contraen en la niebla candente y luego se expanden por geografías de terciopelo infinito arrecife de rosas donde incesantes baten susurros y respiración loca mueren los amantes mientras se precipitan por laderas de volcanes que sólo el océano detiene si, ese, amor mio, ese tan oscuro donde habitan las sirenas que nos matan mientras nos sueñan.
Estaba acostado en el sofá con la indolencia propia de mis siete años. A lo mejor no eran mis siete años, quizá fuese el calor pesado como una losa ardiente de ese día de julio en la antesala del Caribe. Caracas tenía dos estaciones, la estación del calor y la estación de más calor. Ese debía ser el día record de esta última. Las siete de la tarde. La noche no había amainado ni un ápice la sensación aplastante de calor. Veía a mi madre con alfileres en la boca afanada en marcar patrones para los vestidos que le habían encargado. Mi madre no sudaba nunca y allí donde ella estaba olía a lavanda, a cinta métrica, a tiza de marcar, a aceite de máquina de coser y a telas nuevas. Pero sobre todo allí donde mi madre estaba se expandía una tranquilidad y una seguridad que yo nunca sentí con nadie ni en ningún otro lugar.
En la televisión empezaba la maravillosa sintonía de “La Familia Monster”.
Me encantaba esa serie, adoraba a Ivonne de Carlo y soñaba con ser Butch Patrick el niño Lobo fascinado con los experimentos de su abuelo, el inefable Al Lewis, y mimado por mamá Lily.
Aparte del abundante sudor otros líquidos pugnaban por salir de mi cuerpo así que aproveché la publicidad para dar un salto y correr al baño. Aquel era el baño de servicio que mis padres utilizaban también como almacén. Todo un mundo de objetos se apilaba en ambas paredes y a mi me gustaba imaginar que aquello era el Gran Cañón del Colorado y entraba con el sigilo de un cowboy pistolero consciente del peligro de emboscada de indios agazapados detrás de las cajas de Seven Up, de pies negros llenos de plumas y gritos deslizándose entre los sacos de retales, de sioux borrachos con el Winchester en una mano y una cerveza de las de mi padre en la otra. Yo no les perdía de vista con los ojos entornados bajo el imaginario sombrero de ala ancha. Esperaba el momento oportuno. Me giraba y empezaba a disparar. El número de mis víctimas era inversamente proporcional a la premura por evacuar. A mayor apretón menos indios caían. Los que quedaban los dejaba para la salida. Ese día habían caído sólo dos.
De pronto sentí un vértigo terrible y todo empezó a moverse convulsa y brutalmente, de tal forma que me vi zarandeado de una pared a otra hasta caer en el suelo y allí me iba desplazando sin poder asirme a nada. El ruido era terrorífico, como el de una explosión enorme . Desde el suelo veía como iban cayendo las cajas con las botellas y se amontonaban unas encima de otras hasta hacer desaparecer de golpe el Gran Cañon tapando del todo la puerta y por tanto la salida.
- ¡Mamá! ¿por qué mueves tanto la casa? Acerté a gritar entre sollozos.
- Yo no estoy haciendo nada –dijo mi madre- ¿dónde estás?
- ¡En el baño! –dije y ya no pude hablar más, el miedo y el llanto habían levantado un muro en mi pequeña garganta.
Estaba atrapado y aterrado, así que me senté y me puse a llorar con la cabeza entre las piernas cuando una nueva sacudida, esta vez más fuerte, volvió a lanzarme de un lado a otro como un guiñapo y estaba seguro de que me quedaría allí enterrado bajo una montaña de refrescos, cervezas y retales usados. Pero de todos aquellos escombros caseros surgió un brazo que me agarró y tiró de mí. Fui por el aire hasta la puerta del baño.
- ¡Meu filliño! ¿estás ben? –preguntó mi madre mientras me abrazaba-
- Si. -susurré-
- ¡Coño de su madre! ¿pero que vaina es esta chico? Tenemos que salir de aquí ahorita mismo carajo.
Mi madre me cogió fuerte de la mano y mientras pasábamos por el salón pude contemplar el cadáver de la televisión que se había precipitado desde su mueble al suelo y yacía boca abajo en medio de un charco de cristales rotos. "Ya no voy a poder ver como acaba este capítulo" pensé.
Nuestro edificio ocupaba casi una manzana, tenia un patio central y un gran pasillo perimetral donde desembocaban las puertas de los apartamentos. Cuando mi madre abrió nuestra puerta para salir un río de brazos, piernas y rostros aterrados corría frenéticamente hacia las escaleras. Yo me dispuse a salir con la misma ansiedad y en ese momento otra tremenda sacudida hizo que nos tuviésemos que asir a los marcos de la puerta para no caer y el miedo me empujo otra vez a tratar de llegar al pasillo para escapar. Entonces mi madre me atrajo hacia si y me cogió la cabeza con sus manos e hizo que la mirara fijamente. Mi cara debía ser la viva imagen del miedo.
- Tranquiliño meu neno. Tu mamá esta aquí y no va dejar que te pase nada. Vamos a esperar a que salga toda esta gente y luego salimos nosotros. Coge mi mano y no la sueltes por nada del mundo, ¿okay?
Dije que sí con la cabeza y mi cara se fue llenando de lágrimas. Agarre la mano de mi madre y sentí como respiraba hondo. Cuando el pasillo se despejo en nuestro frente mi madre y yo empezamos a avanzar sin correr pero ligeros hacia la salida. Cuando llegamos a las escaleras otra sacudida nos sorprendió en medio y el histerismo se apoderó de todos y aumentaron los gritos y la ansiedad, empezamos a sentir cómo nos empujaban y nos apretujaban, entonces mi madre me cogió en brazos y se arrimó a la pared protegiéndome con su cuerpo y esperó. Sentía el olor de la cinta métrica en su cuello que se mezclaba con la lavanda y el vaho de su respiración profunda. Me puse a pensar en lily, en German, en el abuelo y en lo que haría el niño lobo en esta situación. Los gritos y el estruendo de gente huyendo en estampida se hizo sordo y lejano.
-¡Vamos! -dijo mi madre mientras me devolvía al suelo y me agarraba la mano.
Fuimos los últimos en salir del edificio. Nos dirigimos a paso vivo hacia un amplio parking al aire libre que estaba a escasos 200 metros. Cuando llegamos mi madre se arrodilló a mi altura y me abrazó.
Se separó de mi y con sus manos en mi cara se echó a llorar.
- ¿Ves? ya te dije. Ya te dije meu filliño. Ya te dije carajo.
En la radio de los coches empezaban a informar sobre el terremoto de escala 6.7, que todas las personas buscasen lugares despejados y que estuvieran atentos a las novedades de la gobernación.
Mi padre llegó dos horas más tarde con mis tíos y algo para comer. Yo miraba a mi madre discutiendo con mi padre porque ella quería subir a coger los documentos y el dinero que guardaban en casa y mi padre le decía que él subiría a la mañana siguiente a por todo, que si el edificio no cayó ya no caería. Ella acepto de mala gana. Había venido a este país a ganar dinero y ningún terremoto se lo iba a quitar. Me miró y sonrió con la complicidad de quien ha compartido una gran aventura.
Nunca he querido tanto a nadie como a mi madre en aquella ocasión.
El doctor hablaba de tiempos y de posibilidades, del avance de la enfermedad y de que seguían haciendo todo lo que estaba en su mano para evitar el dolor, pero el miedo ya había paralizado mi mente cuando pronunció la palabra "agonizando".
- Gracias doctor. -me despedí tendiéndole la mano-
Quise recomponer mi cara y mi ánimo antes de entrar en la habitación donde mi madre se moría. Al entrar le sonreí y ella me sonrió a su vez. Se quedó mirándome un instante.
- Estou nas últimas ¿Non?
- ¡Mamá! Non digas parvadas. O doctor dixo que...
- Non meu fillo. Non podes engañarme. Tes a cara de cando o terremoto. Tés a mismiña cara que entón meu neno, a mismiña.
Esa noche mi madre murió y cogido de su mano también se fue el niño que aún habitaba en mi. A veces los veo a los dos de la mano sonriéndome un instante antes de adentrarse en la espesa bruma de los años.
Dos moradores de fuego cuyas voces son timbres de ceniza qué secretas pasiones arderían para dejar tan negra su morada qué abismo de lava petrificada detendría el tiempo en esta oscuridad de volcán silente y oscuro.
Dos moradores de fuego Abrasaron su piel en el roce y sólo quedó un silencio de sudor y escamas que atraviesa y despoja de dudas, de gritos en los ojos y de fiebre en la lengua
Dos moradores de fuego como témpanos en el lecho que buscan con crispadas manos tizones en una fragua demente o agua que la humedad ahogue
Dos moradores de fuego luchan con lanzas de hielo sus heridas no sangran su sangre se esconde en la lógica que rechazan
Dos moradores de fuego se funden como carámbanos de un invierno de amor sincero.